Viaje al centro de la tierra

Vivía en una casita de Konigstrasse, en cuya construcción entraban por partes iguales la madera y los ladrillos, y tenía vistas a uno de esos canales tortuosos que se cruzan en medio del más antiguo barrio de Hamburgo, respetado felizmente por el incendio de 1842.

Verdad es que la casa, que era ya vieja, estaba un poco torcida y amenazaba con su vientre a los transeúntes, llevando su techo algo caído hacia un lado como el casquete de un estudiante de Tugendbund. Algo dejaba que desear el aplomo de sus líneas, pero se mantenía firme por la intervención de un olmo secular en que se apoyaba la fachada, el cual al llegar la primavera se cubría de botones que se veían a trasluz de los vidrios de las ventanas. 

Para lo que suele tener un profesor alemán, mi tío era bastante rico. La casa le pertenecía todo, continente y contenido. El contenido consistía principalmente en su ahijada Graüben, joven irlandesa de dieciocho años, Marta y yo. En doble cualidad de sobrino y huérfano, pasé a ser su ayudante preparador en sus experimentos.

Confieso que excitaron mi entusiasmo las ciencias geológicas. Circulaba por mis venas sangre de mineralogista, y no me aburrí nunca en compañía de mis preciosos pedruscos.

En resumen, se podía vivir felizmente en la moderna casita de Konigstrasse, no obstante el carácter impaciente de su propietario. No por tener éste maneras algo brutales, dejaba de profesarme particular afecto. Pero era un hombre que no sabía aguardar, y apremiaba hasta a la naturaleza. En abril, cuando en las macetas de porcelana de su salón empezaba a brotar la reseda o el volubilis, todas las mañanas sin faltar una, estiraba sus hojas para acelerar su crecimiento.

Con un ente tan original no me estaba permitida más que la obediencia. Entré, pues, corriendo en su despacho.

............
Julio Verne. Viaje al centro de la tierra
Imagen tomada de internet

Comentarios

Entradas populares