Una Lima que se va (II)

 El patio

Traspuesto el corredor, la vista descansa en la policromía del jardincillo, que realzan un pilón de agua fresca y una bandada de palomas blancas. Los tiestos lucen claveles de vivos colores, rosas rojas y blancas, violetas aromosas, campánulas celestes, mastuerzos amarillos y, donde quiera, sobre las macetas de arcillas, en las herrumbrosas cajas de latón, se alzan flores que perfuman el ambiente y rinden homenaje a la tosca cruz de madera erguida en el centro.

Un surtidor cristalino y musical fluye en la clara quietud del patio, que tiene la espaciosidad y la dulzura grave de un claustro monjil. Aquí y allá se ven puertas-ventanas, de interiores apacibles, de los que viene un rumor apagado de añoradoras charlas. Friolentos gatos domésticos, acurrucados, pestañean tranquilos y filosóficos, y levantan los ojos traslúcidos cuando alguna paloma desenvuelve la blanca parábola de su vuelo...

Los interiores

Tímidamente pedimos permiso. Un gato enorme nos mira con fijeza. Tras las mamparas diríase que la personificación de la Lima antigua nos invita a pasar adelante, en tanto que nosotros llamamos con la arcaica y devota fórmula  que en este ambiente nos parece imprescindible: ¡Ave María purísima!...

Una anciana de venerable aspecto nos recibe. Hay en sus amables ademanes recuerdos de mejores épocas. Parece una antigua canonesa del vecino y menoscabado Monasterio de la Encarnación. La edad y la ruina no le han robado la señorial arrogancia de otros tiempos. En sus manos de hidalga pulcritud luce un anillo de oro, símbolo de viudedad, evocador de amores difuntos y extintas felicidades. Respetuosamente nos inclinamos. Y luego, sobreponiéndose el cronista al poeta, observamos la vivienda. El entablado liso y limpio. Las paredes blancas, pintadas de cal... Muebles enconchados, ricos y antiguos, testigos mudos de horas opulentas. La clásica cómoda y sobre ella las chucherías inevitables. Bajo la esférica guardabrisa, el Niño Jesús. Aquí y allá, briscados, flores de mano y aquellos capulíes aromáticos que hacen pensar en los morenos rostros de las bellezas de antaño. De las paredes pendían amplios cuadros al óleo, resquebrajados y huérfanos de sus dorados marcos, desde donde nos miraban severos personajes, testimonio de encumbrada prosapia: dos generales  con altos cuellos y las clásicas patillas bolivarianas; un austero religioso, (que siempre fue de buenas casas tener deudos de sotana y cogulla) y una dama de aquellas de ahuecado traje y escote opulento. Varias policromías de santos y una de Su Santidad, el Papa. En los sillones de caoba, antimacasares, y, sobre una repisa, ante el santo de la devoción predilecta, la consabida lamparilla de aceite de mortecina luz, que se filtra a través del rojo y labrado cristal...

Como contraste, desde el cuarto vecino, el modernísimo rumor de una máquina Singer habla sobrado expresivamente de las fatigas y desvelos cuotidianos. Con indiscreción miramos y sorprendemos a una niña cosiendo. Mientras el hilo se desenvolvía del carrete y el blanco lienzo asomaba, empujado por las hábiles manos, los sueños iban también tejiendo su fina trama de ilusiones. Sentimos angustia por aquella bendita gracia de mujer que se gastaba oscuramente en el solar antiguo. La anciana nos sorprendió nuestra mirada y nos dijo con seriedad; "Es mi sobrina...".

En el corto traspatio del fondo, una gallina, escarbando, llamaba a los polluelos que piaban. Nos imaginamos el limpio corralito con la ancha olla para el agua, donde -secreto de la naturaleza- se sumergiría una vieja llave; y adivinamos  los cordeles donde penderían los albos lienzos, fragantes a jabón de coco y a lejía.

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