La casa de vecinos


«…estar juntos y hablar de lo que sea…» (Archivo: Paco Román)

Las construcciones modernas van haciendo desaparecer la antigua casa de vecinos, típica de Córdoba. Hace treinta años la veíamos en todas las calles, hoy la encontramos solamente en los barrios bajos de la población.

No es un edificio dividido en departamentos aislados, con poca luz  y menos ventilación, como la de las grandes poblaciones; es un viejo caserón, bañado constantemente por el sol y perfumado por las brisas de la tierra, donde se vive en familia, a semejanza de los pueblos primitivos, sin duda más felices que nosotros.

Porque todos los moradores de cada una de esas casas constituyen una verdadera familia, heterogénea y numerosa, unida por los vínculos de afecto.

Cada vecino siente como propias las penas y las alegrías de los demás: les consuela en el infortunio y participa de sus goces.

¿Hay un enfermo? Pues todos se aprestan a asistirle, a cuidarle con esmero, con cariño, quitándose gustosos las horas de descanso para dedicarlas a esta noble misión...


La mayoría de los servicios y faenas de la casa se ejecutan por riguroso turno. Así cada sábado le toca a una barrer la puerta, cada semana ocupas la pila para el lavado de la ropa, cada mes dar bajeras a la fachada, cada noche encender el farol del portal, cada vez que se rompe la soga del pozo sustituirla por una nueva y hasta donde hay varias muchachas con novio estas turnan en el usufructo de la gradilla de la puerta para pelar la pava.

En cambio cuando se aproxima la Semana Santa o la Feria y cuando va a pasar por la calle la procesión del Santísimo todas tienen la obligación de enjalbegar la fachada y apenas es de día salen, en refajo, provistas de sus escobillas, y en poco tiempo dejan los muros blancos como una paloma, según ellas mismas dicen.

En la casa de vecinos hay dos dependencias importantes: una, la principal, es el patio, ese patio con mezcla de huerto, encanto de extranjeros y admiración de los artistas.

Cubren sus paredes enredaderas trepadoras, verde yedra y olorosos jazmines; en su frente elévase el macetero pirámide esbelta llena de flores, que sirve de nido a polícromos insectos y delicadas mariposas; en los arriates que lo rodean hay bellos rosales y frondosos dompedros; en el suelo una alfombra de manzanilla; en la tosca balaustrada de madera, pintada de azul rabioso, que limita la galería del piso alto, innumerables jarras llenas de claveles reventones que serán lucidos por las mozas entre el pelo en noches de verbena o jolgorio.

Allí se festejan los grandes acontecimientos de la vecindad: el otorgo, el casamiento, el bautizo, la vuelta del soldado que fue a la campaña, y se celebran como el pueblo sabe celebrarlo todo: música de guitarras que alegran el alma, con cantares sentidos que llegan al corazón, con el baile clásico de Andalucía, tan artística como la danza griega y tan voluptuoso como la oriental.

Y allí, en las noches de verano, después de haber regado bien el piso de menudas piedras, siéntanse los vecinos en amable coloquio para descansar de los trabajos del día.

En torno a la anciana, que se distrae haciendo calceta, agólpanse los chiquillos empeñados en que les cuente cuentos; las madres duermen a sus hijos en el regazo, murmurando monótonas canciones; las jóvenes charlan de sus amoríos y en la penumbra de un rincón una pareja feliz, abstraída de cuanto le rodea, rima el dulce y eterno idilio de los enamorados.

Ricardo de Montis Romero. Notas cordobesas (Recuerdos del pasado) Tomo 1 (1989)
Imagen de La Voz de Córdoba


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