El viaje inesperado

A Magdalena y a mí se nos ha ocurrido inopinadamente la misma idea; en tanto que prosigue la obra ̶ obra de que hablaré en el capítulo siguiente ̶ , bien podíamos regalarnos con unos días de vacaciones; una mañana hemos tomado el automóvil y hemos emprendido la marcha. El viaje ha sido agradable; después de unas horas de caminar, cinco o seis, sobre tarde hemos dejado la carretera general y entrado en otra provincia, y dejada esta también, tras de media hora, hemos comenzado a subir por un caminejo carretero en vueltas y revueltas; los viñedos próvidos, con sus anchos pámpanos, en esta época del año, y los pinares luego, con su verdor perenne, se extendían a uno y otro lado del caminejo. De pronto, por encima de la fronda, ha asomado el techo de una casa. Entramos en la casa y nos reciben cordialmente; el momento de poner el pie en el umbral de una mansión desconocida es siempre interesante; don Antonio había salido ̶ esta era su hora de paseo ̶ y no volvería hasta dentro de media hora. No hemos querido que le avisaran. Nos hemos entretenido, mientras llegaba, en recorrer la casa. La casa la forman un cuerpo principal y varias accesorias. Hay cámaras claras y limpias. Hemos ascendido por una escalera con pasamanos de luciente nogal que se halla al fondo de la entrada; la entrada está pavimentada con anchas losas. Hay sillones con el asiento y el respaldo de esparto y nos hemos sentado unos segundos Magdalena y yo en un posón: cilindro redondo, macizo y rechoncho de esparto. En las cámaras hemos aspirado el olor penetrante a semillas: trigo, arvejas, garbanzos, matalahúga… Hemos visto caretas para castrar colmenas y hierros para marcar borregos. Recorríamos las estancias, y de improviso, al pasar de un cuerpo del edificio a otro, habíamos de bajar cuatro o seis escalones; recorríamos nuevas salas y nos deteníamos ante una puerta, a la que se accedía por otros tres o cuatro peldaños. Nos encantaba esta desigualdad; todo estaba limpio y blanco. Hemos visto también alcobas profundas cerradas por una mampara con vidrieras que tenían cortinillas verdes o azules; al abrir una de estas alcobas hemos atisbado una alta cama de bancos. En el aposento en que trabaja don Antonio hay muchos libros; él dice que lee poco; pero yo creo que él lee sin darse cuenta, al modo que muchos que se quejan del insomnio duermen sin que ellos tengan conciencia del sueño. No hemos tocado ningún papel de los que don Antonio tiene en su mesa; pero hemos querido ver el libro que está en curso de lectura; ese libro es El filósofo autodidacto, de Abentofail, en la traducción de don Francisco Pons Boigues, con prólogo de Menéndez Pelayo. Como Quiroga tardaba en regresar han tenido que tocar, por fin, la caracola, la caracola ̶ que produce un sonido audible a gran distancia ̶ se toca aquí para llamar a un ausente o avisar de un peligro a las casas circunvecinas. Han transcurrido diez o doce minutos y hemos visto a lo lejos bajar por una ladera, entre los pinos, con un blanco cayado, al maestro. Se va acercando ya. Dentro de un instante ̶ Magdalena salta de alegría ̶ le estrecharemos en nuestros brazos.

Azorin (1969). El escritor. España. Espasa Calpe.

Foto: El mueble.com

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