Las nubes

Calixto y Melibea se casaron ̶ como sabrá el lector, si ha leído La Celestina ̶ a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró Calixto de la que después había de ser su mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto dieciocho años. Veintitrés tenía entonces Calixto. Viven ahora marido y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les nació que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Desde la ancha solana que está a la parte trasera de la casa, se abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban sus dulces coloquios de amor. La casa es ancha y rica; labrada escalera de piedra arranca de lo hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos, apartadas y silenciosas camarillas, corredores penumbrosos, con una puertecilla de cuarterones en el fondo, que ̶ como en Las Meninas, de Velásquez ̶ deja de ver un pedazo de luminoso patio. Un tapiz de verdes ramas y piñas gualdas sobre fondo bermejo cubre el piso del salón principal: el salón, donde en cojines de seda, puestos en tierra, se sientan las damas. Acá y allá destacan silloncitos de cadera, guarnecidos de cuero rojo, o sillas de tijera con embutidos mudéjares; un cortador con cajonería de pintada y estofada talla, guarda papeles y joyas; en el centro de la estancia, sobre la mesa de nogal, con las patas y las chambranas talladas, con fiadores de forjado hierro, reposa un lindo juego de ajedrez con embutidos de marfil, nácar y plata; en el alinde de un ancho espejo refléjanse las figuras aguileñas, sobre un fondo de oro, de una tabla colgada en la pared frontera.

Todo es paz y silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa todo; ocurre a todo. Los armarios están repletos de nítida y bien oliente ropa ̶ aromada por gruesos membrillos ̶ . En la despensa un rayo de sol hace fulgir la ringla de panzudas y vidriadas orcitas talaveranas. En la cocina son espejos los artefactos y cacharros de azófar que en la espetera cuelgan, y los cántaros y alcarrazas obrados por la mano de curioso alcaller en los alfares vecinos, muestran, bien ordenados, su vientre redondo, limpio y rezumante. Todo lo previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha el lánguido y melodioso son de un clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la huerta, se ve escabullirse calladamente la figura alta y esbelta de una moza: es Alisa que pasea entre los árboles. La huerta es amena y frondosa. Crecen las adelfas a par de los jazmineros; al pie de los cipreses inmutables ponen los rosales la ofrenda fugaz ̶ como la vida ̶ de sus rosas amarillas, blancas y bermejas. Tres colores llenan los ojos en el jardín: el azul intenso del cielo, el blanco de las paredes encaladas y el verde del boscaje. En el silencio se oye ̶ al igual de un diamante sobre un cristal ̶ el chiar de las golondrinas, que cruzan raudas sobre el añil del firmamento. De la taza de mármol de una fuente cae deshilachada, en una franja, el agua. En el aire se respira un penetrante aroma de jazmines, rosas y magnolias. «Ven por las paredes de mi huerto», le dijo dulcemente Melibea a Calixto hace dieciocho años.

Azorín (1945) Trasuntos de España. España: Espasa – Calpe Argentina S.A.
Foto y video: https://lacronicadesalamanca.com/209976-el-rincon-de-calisto-y-melibea/


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